lunes, 14 de abril de 2008

Mi dulce hada

No sé si será un hada o un duendecillo... pero son preciosas estas palabras.

Mi dulce Hada. Artículo de La Vanguardia. Pilar Rahola.


Los padres, esos sufrientes eternos, esos locos que hacen horas extras, incluso cuando los hijos ya llevan barba y se pagan un plan de pensiones. Viendo a mi madre, que me riñe cuando salgo a la calle sin suficiente abrigo, o almuerzo mal, creo entender lo que es la maternidad. O la paternidad, tanto monta, si se ejerce activa y responsablemente. Debe ser eso, un amor terrenal, arraigado en lo más primitivo y, por ende, en lo más auténtico. Para mí, que acumulo la intensidad de tres hijos queridos, aún es un interrogante.

¿Qué fuerza interna nos transforma hasta el punto de hacer por ellos aquello que no haríamos por nadie? De ese interrogante nace el misterio más fascinante de la vida. Sentimos amor, pero también fuerza, seguridad, riesgo, miedo, instinto, quizás rabia, y así hasta el infinito, en el infinito diccionario de ser padres. Quizás la escritora que mejor ha resumido ese caudal de emociones y enigmas ha sido Amy Tan, cuya Hija del curandero es una pequeña obra de arte. De ella, cuyo viaje a China fue, a la vez, un viaje iniciático al interior de su propia madre, recuerdo dos citas extraordinarias. "Una madre es alguien a quien las cosas de su hijo le importan tanto como a él". Y una brutal: "Las palabras más aborrecibles que he dicho en mi vida a otro ser humano se las dije a mi madre".


Alguien que lea estas reflexiones me recordará que es lógica la intensidad sentimental entre padres e hijos, no en vano hablamos de una relación que es carne de la propia carne, pero eso tampoco no es exacto. Ni la genética, ni la memoria de generaciones inciden realmente en la naturaleza de la maternidad o la paternidad, sino algo más sutil, más indefinible, quizás más grandioso.


Perdonen que narre una de mis experiencias más intensas, en la adopción de mi hija pequeña, en Siberia. Era el primer viaje, de los tres que tuvimos que hacer para adoptar a Ada. Habíamos estado en una ciudad perdida de los Urales durante días, esperando noticias. Cuando llegaron, supimos que Ada estaba a 400 km, hacia Kazajistán, en un hospital (curándose de una neumonía, la enésima enfermedad que padeció en sus pocos meses de vida), y que quizás no la veríamos. Hasta el día siguiente no tuvimos permiso para visitarla, y estuvimos con ella cinco minutos. Cinco minutos de una niña que no nos miró, que no tocó el muñeco de peluche que le habíamos llevado, testigo roto de nuestro miedo y nuestro deseo… una niña que sólo tuvo interés en el dedo que se chupaba incansablemente. Era la niña más triste, la más frágil y, a pesar de todo, una superviviente. Al salir del hospital, mi marido, un navarro de volumen de tirador de piedras, se puso a llorar. Sus palabras acompañarán siempre el recuerdo de aquel momento: "No sé cómo pasó, no sé por qué, pero me siento su padre. Nadie me la podría quitar". Cinco minutos, la mirada de una niña que sólo sabía mirar hacia dentro, y ese hombre seguro de sí mismo se convirtió en un padre asustado, desconcertado, emocionado y capaz de luchar contra los elementos. Nunca más ha dejado de ser ese padre. ¿Dónde está el milagro? ¿Dónde el enigma?


Abierta suavemente la puerta del comedor de mi casa, permítanme que ahonde un poco más, con la esperanza de que la anécdota personal sirva para el retrato global. Mi hija Ada tiene, hoy, siete espléndidos años. De ser una niña que no miraba al mundo, hoy lo devora con sus bellos ojos almendrados. De no hablar, es una pequeña cotorra que relata sus afanes diarios, con una infatigable intensidad. De vivir en la tristeza, hoy rebosa una alegría que contamina las comisuras de nuestros ajetreados días. De no tener opción, las tiene todas y todas quiere vencerlas. Cuando la contemplo, en su habitación repleta de caballos alados, hadas preciosas y bellas princesas de cuentos, en su mundo hermoso, me veo capaz de saber lo que es la felicidad. Y quizás, por unos momentos, vislumbro lo que mi marido, creyente, llama Dios. El enigma de la vida está ahí, en ese cuerpecito frágil que concentra, como un imán indómito, toda nuestra capacidad de sufrir y de amar. Indescifrable misterio. Maravillosa emoción.

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